domingo, 2 de febrero de 2020

Inocente silencio


Solo, allí, tan quieto, tan estático dentro de esa caja, sin ganas de mirarte, pero debo porque pretender es lo que hemos tenido que hacer durante quince años las que ahora estamos a tu lado, mis dos primas y yo, de lo que tuvimos que olvidar para poder seguir. Y ahora que partes, no hay lágrimas sino lástima y cólera. Tuviste a la larga lo que diste. Los adornos florales llegan y esta casa, que alguna vez profanaste, ahora sirve de lugar de adoración. Llegarán de todas partes porque tus hermanos querrán saber de ti ahora que dejas esta tierra para saber cómo fue que te quitaron la vida.

Me encantaba jugar con los perros de la abuela, los tres chanchitos: Lola, Pipo y Cuqui. Era hora de su baño ese día y me ayudaste. Mi mamá trabajaba y en la casa habías venido a visitar. El almuerzo te lo serví porque mamá dijo que vendrías a comer y ayudar a bañarlos. Eras mi preferido por eso tenía todo listo para cuando llegaras. Comiste tan rápido que el baño de los perros lo hicimos de inmediato con la manguera en el patio de atrás. Aquel sol de febrero ayudó a secar el pelaje de los tres que, sin dudar, escaparon apenas le abriste la puerta. Había quedado empapada. Te vas a resfriar si te quedas con el polo y short húmedos y, allí sí, tu mamá me dirá mi vida, dijiste. Quítate la ropa y ponte esta toalla encima. Hazlo allí frente a mí. Nunca había escuchado una orden así de nadie, ni en el colegio a los profesores ni a mi mamá, pero viniendo de ti, que llevabas dulces en tu maletín cuando venías, que me dabas fuertes abrazos de oso desde que tenía diez años cuando venias a visitarnos de vez en cuando para no estar tan solas en la tardes no sonaba tan extraño. Quédate allí parada, todavía no te vistas, dijiste.

Tus ojos me miraban de arriba abajo. Me ayudaste a secarme, pero te tomabas mucho tiempo en hacerlo, me sentí incomoda porque allí no me había tocado nunca. Sentí que algo no estaba bien, pero tu cara de felicidad, ahora por mi pecho, me hizo devolverte el gesto. Sentía que tus manos apretaban partes que nadie lo había hecho. Subimos a ver a mis primas que veían Yo soy la comadreja. Te sentaste a su lado y empezaste a acariciar el cabello de Camila mientras que Silvia te empezó a hacer cosquillas allí en el medio del cuarto. Reíste y no dudaste en seguir el juego. Ella corrió riendo, tú atrás la alcanzaste y tiraste en la cama. Ella, encima de ti, reía disfrutando las cosquillas que le hacías tocando sus axilas. Mire tu rostro y tenias la misma sonrisa que tuviste conmigo. Ven a jugar, dijiste. Te respondí que no y me fui a mi cuarto a cambiar de ropa.

No me digas nada, viejo llorón. Por eso te vas a poner a renegar, por diez soles. Esos me lo debías de la otra vez que no pagaste las cervezas y yo puse por ti, vociferaba El cholo Segis a don Eduardo, molesto por estar perdiendo en el juego de tirar las monedas dentro del sapo. Lalo y Cenizo se reían. Era sábado por la tarde y como siempre se reunían en su casa. Su esposa había salido a ver a su comadre al mercado. Las cervezas venían y venían; al acabarse, una damajuana de vino empezó a servirse. El juego terminó en pelea, y caíste, y de allí no volviste más. Esos conocidos tuyos que frecuentabas desaparecieron dejándote en el piso de la quinta donde vivías. Los gritos alarmaron a los vecinos, pero ya era tarde. No se sabe en qué momento te fuiste. Todo fue tan inusual, tan fuera de lo común como cuando nuestros actos rebasan la línea de nuestra real personalidad y dejamos aflorar esas acciones que solo nosotros sabemos que poseemos pero todos ignoran, esa personalidad oculta que solo aflora entre las sombras, entre el silencio de cuatro paredes. Las investigaciones aún siguen para hallar al culpable de tu muerte, esa persona que puede destrozar la realidad y marcarte para siempre.

Las personas que llenaban la sala, entre familiares, vecinos y amigos tuvieron que hacer un espacio cuando ingresaron los encargados de llevar el ataúd. Las lágrimas de tus hermanos y hermanas eran sinceras; esas personas que te estimaron, las que alegraste la vida, y las otras que lastimaste, te recordarán por mucho tiempo antes que te esfumes de sus vidas. Camila alcanzó a tocar tu última morada, Silvia rozó tu ventana con la punta de sus dedos, y yo apreté la funda que cubría tu féretro. Todas nos miramos en un momento recordando los días contigo y que, desde ahora, debíamos de guardar un silencio aún más eterno del que hasta ahora tuvimos que ocultar, allí en medio de todos, pero solas y confundidas por dentro.   

viernes, 2 de noviembre de 2018

Confianza





     El carro enrumbó por la avenida llena de árboles. En el trayecto, Sebastián se quedaba observando cómo se mecían de un lado a otro. Las hojas secas giraban en espiral al pasar mientras la tarde terminaba tiñendo de naranja el cielo. Solía dejar sus muñecos en la guantera del asiento del copiloto. Pensaba si dentro estaba uno que recién había obtenido de la colección de G.i. Joe. Estiró la mano y presionó el botón. 

-       -  No abras eso - su padre le increpó.
         -  Quiero ver si esta mi muñeco, pa - contestó Sebastián mirándolo consternado.

       No solía levantar la voz a menos que este amargo, y menos a él que era su engreído porque contaba con ciertos privilegios a comparación de sus  hermanos que debían lidiar con la personalidad seria y firme de un hombre formado en la marina de guerra de su país. Su mirada se dirigió hacia el camino que seguían.
      
     -  Tengo unos documentos que son de la oficina. Sólo para personal militar, dijo su papá.

      La luz cambió y el pie lentamente pisó el acelerador. Mientras se acercaban al teléfono público ubicado en un callejón a una cuadra antes de la intersección de las avenidas Magee y Castor, Sebastián recordaba que tendría que matar el tiempo por una hora aproximadamente otra vez. Conocía los alrededores lo suficiente: el parquímetro descompuesto, las antenas parabólicas de los bares en los techos, el bonsái a la entrada del pórtico de la casa cruzando la calle, la oscuridad del callejón.

-      -     Quédate aquí. Ya regreso, dijo su padre y cruzó la calle.

      El cambio del día a la noche le parecía aburrido. Tenía que hacer algo en esa transición: en casa se ponía a hacer la tarea encerrado en su cuarto. Le parecía que cuando llegara a adulto no le afectaría tanto porque su padre no llegaba pasadas las siete, a pesar de trabajar a un kilómetro de su casa en una zona tranquila donde no había tráfico salvo que alguna ardilla cruzara la calle. Pensó que los mayores preferían la noche para empezar a hacer sus cosas, a ser ellos mismos luego del trabajo; en su caso, era la mañana. Su padre cruzó la avenida y se acercó al teléfono buscando en sus bolsillos monedas mientras Sebastián se impacientaba por ver si Sci-fi, uno de sus preferidos, estaba en la guantera. Miró hacia afuera y allí permanecía su papá vestido con jeans blancos, botas negras y camisa manga corta azul marino con líneas grises que daba la impresión de ser un televisor sin señal que debes golpear para que la imagen regrese. ¿Cuándo papá había dejado de vestir los pantalones de tela y sus guayaberas?, pensó.

     Desde el interior, Sebastián veía que su padre no dejaba de sonreír. Ciertamente, la conversación que tenía lo ponía contento, y de alguna manera, sentía que su nueva forma de vestir estaba relacionada con estas llamadas que hacía antes de salir a pasear por los parques- bosques, ir al cine o comprar un nuevo juguete como lo harían luego: la pista de carreras que había visto en Just toys la semana pasada. - Yo siempre cumplo lo que digo-, decía su papá, y siempre era así.

      El hastío comenzó a colmar su paciencia. El interior del carro no era precisamente un simulador de naves espaciales ni el Cóndor, la moto- helicóptero de M.A.S.K. Miró hacia afuera una vez más y su padre, ahora dándole la espalda, cruzaba la pierna apoyándose en el teléfono. Era la ocasión para observar si encontraba algún muñeco dentro. Abrió la guantera, observó sin mover los papeles que contenía, pero no lo halló, salvo unas fotos. En ellas, su padre al lado de una mujer abrazados cerca a una piscina; en otra, dentro de un centro comercial; la otra, con una niña que no parecía ninguna de sus hermanas; y la última besando a aquella primera mujer. Consternado y con miedo, colocó las fotos tal cual estaban, pero no podía entender que significaba todo esto.

-       - ¿Cómo se llamaba esa pista de carreras? ¿dónde la vimos? Creo que era en Just toys, ¿no?, dijo su padre al abrir la puerta. ¿Vamos para allá o quieres ir a Mc Donalds? Decide de una vez porque ahora que he hablado con el comandante quiere que le envie unos archivos pendientes.
-       -  Papá, ¿era el comandante con el que hablabas?, preguntó Sebastián
-       -  Sí. ¿Por qué?
-       -  Porque sonreías mucho
-      -   Es que me estaba contando una anécdota que le ocurrió en la oficina. Cosas de hombres   mayores. Cuando seas grande, te contaré.
-       -  Te veías tan feliz…como en las fotos de la guantera.  
-      -   Caramba, Sebastián ¿no te dije que no la abras?...bueno…rápido ¿quieres comer     hamburguesas o esa pista de carreras? Sino, vamos a la casa…
-       -  No, no, no, pa. Vamos a Just toys. Esa pista se va a agotar. Nadie la tiene en mi salón y   quiero ser el primero.
-      -   Está bien, pero olvídate de las fotos ¿sí? No cuentes nada en la casa.
-       -  De acuerdo, pa.

      Los faroles de los carros acercándose diminutos a lo lejos como luciérnagas iluminaban apenas la calle angosta del conjunto de hoteles en donde vivían. El padre estacionó el carro, cerró las puertas presionando el botón delantero y se acercó a su hijo abrazándolo por la espalda mientras él cargaba la caja de la pista de carreras que le prometió.

-      -   Enséñale a tu mamá tu regalo. La armaremos después de cenar.
-       -  Gracias, pa.
-       -  No te olvides de tus estudios. Eso es primero, luego es la diversión. Que quede entre los   dos lo de las fotos ¿ok, hijo? 

      Sebastián asintió con la cabeza. La puerta del elevador se abrió y entraron. Una vez dentro volvió a sentir esa desazón que tuvo al ver esos rostros extraños, y ya no quiso más cargar la caja de la pista de carreras. Por un instante, se le cruzó por la mente dejarla, pero su padre había gastado dinero en ella. Además, sus amigos no tenían una. Se aferró a ella otra vez. Salieron del elevador. Su padre adelantó el paso pero el caminar de Sebastián se tornó lento, como si la caja del regalo ahora pesara mucho más conforme iban llegando al hogar. Dos metros de distancia los separaban al hijo y al padre en el corredor, una distancia que nunca había estado presente se materializaba. El niño levantó los ojos, miró a su padre, y veía como su figura se iba alejando perdiéndose en el camino hasta volverse minúscula, casi imperceptible si es que no lo asociaba a lo que pesaba ahora más que antes. Al voltear a ver la pista de carreras, observó que el tamaño era el mismo porque sus regalos siempre iban creciendo.

-      -   Papá
-       -  ¿Si hijo?
-       -   No era el comandante, ¿verdad?
-       -    No…no era él
-        -  ¿Puedes prestarme las llaves del carro? Olvidé mi libro dentro. No me demoro.

      Bajó por las escaleras rápidamente. En el lobby, saludó al conserje que limpiaba la alfombra mientras Hisoka corría desnudo riéndose y su pañal tirado en el piso. Era la hora del baño tal vez porque la madre llevaba una toalla en el hombro tratando de atraparlo utilizando el japonés. Sebastián abrió la puerta. Afuera, el viento empañaba las lunas. Miró a ambos lados antes de cruzar y dirigirse al carro. Las llaves solo fueron un pretexto. Se acercó a la puerta del asiento donde siempre esperaba a su padre y, con todas sus fuerzas, pisó con rabia la estructura de metal dejándolo hundido. Su rostro enfurecido y la respiración acelerada expresaban su ira. No pudo soportarlo más. Al final, sus ojos se dirigieron hacia el cielo y suspiró.Volteó la mirada. Por una de las ventanas del corredor del hotel, su padre cargaba la pista de carreras con el rostro desencajado. No dijo una sola palabra. Desanimado, Sebastián cruzó la calle e ingresó al edificio. 

      El motor de un carro estacionado empezó a andar. Dentro del vehículo, una figura femenina que había estado observando al niño sólo atinó a sonreír. Era tarde ya.







sábado, 7 de abril de 2018

De otros tiempos


Mi mamá me habla de comprar un nicho y lo primero que se me viene a la cabeza es ¿por qué lo pensará?, ¿sabrá que el final está cerca?, ¿cómo sabe eso una persona? Me deja intrigado. Se habrá puesto en el lugar del vecino que falleció hace un año atrás cuando le mostré la tarjeta de invitación a lo que será su misa de recuerdo que arribó el fin de semana. Relaciona que ese final también puede ser el de ella, pensé. Se ve mejor que muchas personas de su edad y tiene una tranquilidad emocional y espiritual, a veces perturbada por puntos de vista distintos, pero nada que unas buenas horas de descanso puedan aliviar. Pensaba, ¿por qué tenía esa idea en mente?, ¿será porque no desea que sus hijos hagan gastos innecesarios? Lo que más me llama la atención es como el destino te lleva a alistar maletas cuando tú no deseas hacerlo aún.

No he hablado sobre ese tema seriamente, pero ayer que estuvimos todos juntos, se percibe que el dejarnos sin su presencia es algo que no esta en su radar, por lo menos no lo exterioriza. Si llegas a un punto en tu vida donde la felicidad y la tranquilidad reinan tu entorno, no me explico por qué pensar en dejar de ver aquello por lo que tanto luchó tener: una familia que le da alegría, a veces dolores de cabeza; otras, malestares estomacales. Mi mamá se podría decir es de cristal: a la menor cosa, se descompone, como aquellos aparatos muy finos que son difíciles de manejar, pero fáciles de romper. Siempre ha sido así: no puede ver una mala cara, un gesto adusto, un saludo irónico aun por vía telefónica. No sabía que uno podía enfermarse con solo un tono de voz. Es risible, tal vez, pero verdadero en la naturaleza de ella. Ella es de otro tiempo, de otro lugar.

Los príncipes azules solo existen en las novelas románticas que solía tener en los estantes de la casa familiar cuando vivía junto a sus siete hermanos, tíos y tías que apenas conozco. No somos cercanos de ninguna manera: nunca asistimos mucho a las reuniones que se celebraban, ya sea por su tirante relación con mi padre o el difícil horario de trabajo que tenía. Era la asistente contable más amable en el área de recursos humanos. A pesar del constante asedio de mi padre, nunca le dio el gusto de subir, hasta que el día llegó, y la versión de los cuentos de hadas se materializó: la puerta abierta del carro cambió su vida. Ella, que nunca había salido de su burbuja, no creía que el amor fuera tan a cuenta gotas. La realidad que le tocó vivir era otra.

Ha pasado el tiempo y aún la percibo tan inocente y frágil como aquella vez que recuerda ese momento. Se ríe y sabe que para ella, el sentimiento no cambiará a pesar de todas las guerras que haya librado y las ofensas que haya escuchado. Lo de ella es de otro lugar, de otro tiempo.








sábado, 2 de diciembre de 2017


REGRESO



Había visto los ojos de ella al servirse el café en la cocina. Cuando entró en la habitación, su madre había muerto. La casa inmensa quedaba con él. Se arrodilló ante ella, no opuso más resistencia y lloró. La última persona que lo hacía sentir parte de algo se había ido. Una vez más, otra imagen apareció en su cabeza: libros cayendo desde el cielo y una mujer que lloraba desconsolada tratando de coger alguno. No sabía si lograba su cometido porque las anteriores visiones tampoco tenían fin. Siempre les resto importancia. Dejó el cuarto, caminó por el pasillo lúgubre, los pies le pesaban. Llegó a la sala principal y se sentó cerca a la ventana. El presagio comenzó: no sabía dónde estaba. Esa tarde de invierno, las calles aparecían desiertas, apenas unos peatones cruzando la acera de enfrente. A lo lejos, divisó un triciclo tirado en el césped de Los Bustamante. Esa imagen le hizo recordar su primer cuento, La carrera, donde un niño, el más pequeño del vecindario, pudo ganar la competencia de la cuadra y ser parte del club. Desde entonces, las ficciones aparecieron en su vida. Los ojos de ella llegaron después.

Las olas castigaban a la orilla con una braveza anómala ese día de invierno, el viento estropeaba los carteles de publicidad con la imagen del escritor. La fila era una serpiente zigzagueante. Dentro de la maleta, ella tenía el libro a autografiar. La colección descansaba en casa. Había esperado este día desde el primer ejemplar, una colección de cuentos donde La carrera cerraba el libro. Poco podía hacer el clima para evitar lo que deseaba. Las fantasías de Adrián tenían líneas que narraban vivencias propias, miedos y deseos que ella nunca compartió. Con su prosa, entendió que sus temores eran universales. Una señora posó a su lado. Él tenía los ojos cansados; ella pensó que era por el viaje desde la feria madrileña, el corregir nocturno de la última novela, o tal vez era solo su imaginación. Solo faltaba el periodista que apareció y preguntaba si tenía tiempo para una entrevista luego. Ella, con una sonrisa de costado, demostró su malestar, pero ya tenía el ejemplar en la mano. Su cerquillo fue despeinado otra vez por una ráfaga de aire. Avanzó hacia él. - ¿Para quién? - preguntó. Sonrojada por la emoción de tenerlo cerca, tartamudeó – A-A-A….Ana – Trazó una línea para firmar el libro y ocurrió.

La gente desesperada empezó a correr, los gritos aumentaron la histeria, los stands llenos de ejemplares cayeron al piso. El ruido sísmico se escuchaba despertar. Sus miradas se cruzaron. Ana empezó a llorar de miedo y angustia, y él quiso ayudarla, pero fue arrastrado por su agente y la comitiva que buscaba refugio fuera de la librería del centro comercial. Cuando la tierra dejó de temblar, un empleado del local la encontró entre dos columnas arrodillada. Sus ojos verdes, tristes y llorosos, miraron la primera página del ejemplar. Solo una línea. Al día siguiente, el escritor se alejaba del país por 25 años. Nunca más volvió a verlo.

Sentado mirando hacia la ventana, Adrián, extrañado, no sabía que hacia allí. En la mesa, el borrador de una novela terminada. Tocaron la puerta. Un hombre alto, delgado, de cabello gris peinado hacia atrás ingresó y le sonrió. Tomó el manuscrito. -Tienes compañía- le escuchó decir al retirarse. Adrián volteó. Una mujer de ojos verdes con un libro entre las manos ingresó. – ¿Podrás escribir a mi lado?- preguntó. Le alcanzó el libro que traía. El escritor lo abrió. En la primera pagina, una firma inconclusa se dejaba ver.



jueves, 4 de mayo de 2017


Último deseo


Hay días, tal vez momentos dentro de ellos, que dejan una huella imborrable en la memoria, como un accidente mortal, como ser testigo de un crimen, como la desaparición de alguien que creíamos eterno dentro de nuestro 'mundo perfecto', dejándonos en estado catatónico a cada recuerdo; y la añoranza de lo que se pudo hacer flotando en el aire, con el dolor, la rabia, la pena reposando en el alma para siempre.

Ayer soñé  que venias corriendo a mi auxilio y ahuyentabas a los fantasmas que inquietan mi dormir. Te he escuchado andar en el segundo piso corriendo de arriba a abajo hasta quedarte sin aire; te he visto a lo lejos, tal vez confundí tu figura, con otra mascota en este lugar que has dejado. No quería que te fueras, nunca fue mi intención hacerte a un lado; no puedo imaginar el terror que habrás sentido cuando estabas en ese cuarto frío que llenaba de miedo tu corazón débil, que solo se apaciguaba al estar a mi lado debido al mal que te aquejaba. Las medicinas, cada vez más fuertes, dañaban tu organismo que necesitaba eterno descanso hace varios meses atrás. Era difícil que mantengas el equilibrio, y pedías mi ayuda para levantarte. Te negabas a dejarnos porque querías vernos juntos para despedirte, para finalmente cerrar tus grandes ojos negros. Pero el dolor era más agudo con el transcurrir de los días, y no pudiste más. ¿Por qué me han abandonado?, habrás pensado porque te viste sola, muy sola, como nunca lo quisiste estar en casa. Y expiraste.

Cubierto en vendas estaba tu cuerpo al lado de la puerta principal de la casa reposando, esperando por su última morada, allí donde te miraríamos de cerca siempre con una sonrisa, recordando cómo te gustaba echarte bajo el sol, y yo tocaba tus pequeñas orejas para hacerte renegar. Era nuestra manera de jugar y ya nos habíamos acostumbrado; luego, pedías más comida, más galletas, más cariño, siempre con tus patitas, los ojos fijos hacia nosotros por tenernos cerca. Te fuiste y, lamento contarte esto: ya no querían saber más de ti.  

Quería darte el último adiós como debía ser, todos juntos, uno al lado del otro, haciendo un círculo en tu pequeña tumba al frente de nuestro hogar, tu hogar, que cuidaste y quisiste por mucho tiempo. Cuando arribé en la noche, ya no estabas: te habían 'desaparecido'. Me desesperé, y en vano, me puse a preguntar por tu paradero. Sus rostros indiferentes, sin un ápice de dolor en las miradas, me decían que era tarde y no podía hacer nada. Lloré, por ti, por ellos, porque era todo tan injusto. Era un hombre vestido de negro que apareció cuando ellos decidieron deshacerse de ti después de barajar opciones absurdas. Nunca lo hemos visto por aquí, decían. Solo llegó y se la llevó. Fue tan repentina tu ida que no pude agradecerte lo mucho que hiciste por mi y nuestro hogar al alegrar nuestros corazones con tus gracias y ojos tiernos. El dolor ha calado dentro, y por más que deseo continuar, no puedo seguir. Siento que el último nexo a mi niñez se perdió contigo al partir, que debo demostrar que yo no soy como ellos, que tú serás siempre parte de la familia. Por eso, he tomado una decisión.  

Sé que me estas llamando porque no puedo dejar de pensar en ti. Te voy a encontrar y traer de vuelta, amiga mía. Iré en tu búsqueda porque no deseas estar lejos de ellos, a pesar de su comportamiento; no soportas la distancia que nos separa, porque mi ángel de la guarda eras tú y lo seguirás siendo hasta que pueda verte otra vez allá arriba. Te encontraré y dormirás otra vez cerca a mi porque tú eras única, mi 'colita' pequeña. Llegaré. Así que espérame, estés donde estés.

miércoles, 29 de junio de 2016

Conversación


Tienes que borrar esa mirada; es difícil, lo sé, pero aquí los dos, podemos seguir adelante. Si quiso irse, no te abandonó solo a ti sino a ambos. Seguro notaste su hartazgo cuando ya no quería salir en las mañanas a pasear. ¿Se citaba con alguien? ¿Hablaba con algún desconocido mientras paseaba contigo? Esa mañana, llegué del trabajo, y al ver las maletas, pensé que su madre había reñido con don Remigio. Esos dos nunca se entendieron, pero tratan de mejorar su situación por los hijos  cuando es imposible una vez que la infidelidad se descubre. La huella de un tropiezo es imborrable; por eso que dudaba de cuanto la quería, de mi actitud hacia ella, de cómo la engreía para que no deje de sonreír aún si las cosas no marcharan bien. Y tú llegaste para darme una mano con ese miedo que ella llevaba por dentro.

No te pongas así. Yo también la voy a extrañar. Sé que vas a recordar cuando regresaba del gimnasio, y juntas, corrían hacia el parque a jugar con Fe, tu pelota amarilla. En nuestro pequeño mundo, éramos felices los cuatro: ella, yo, tú y ese objeto circular que llegaste a adorar. Pecaba tal vez de cursi al hacer estos comentarios absurdos, pero sentía que si me lo guardaba, no era yo. Lástima que en ese paseo de invierno, Fe se quitara la vida: saltó hacia el mar desde el malecón. Quise reemplazar mi descuido comprando otra pelota, sin resultado alguno: habías perdido a tu mejor amiga. ¿Era el momento de que perdiera yo a la mía?

Entre las cosas que se ha llevado también están algunas fotos que mirábamos echados en la cama, ¿recuerdas? Te las mostrábamos mientras tú, ociosa, cansada y juguetona, revoloteabas generando nuestra alegría y fastidio a la vez. Esa foto en el bar de la calle Tres con Zignola por nuestro quinto aniversario, donde mi rostro presionaba su costado izquierdo y mi nariz, apretada y graciosa, hacía que se ruborice, o aquella otra, mirándonos cara a cara, después de haber presenciado El lago de los cisnes de Chaikovski donde interpretar a la princesa Odette, la principal en aquel maravilloso espectáculo de danza era uno de sus sueños postergados. Al llegar a casa, habías desordenado la cama y nos tardamos dos horas, ¡dos horas! en limpiar los restos de comida esparcidos por toda la habitación. No me pongas esos ojos porque sabes qué hiciste mal.


Todo eso debe quedar atrás, y es allí donde debe descansar, en el tiempo, donde dimos lo mejor de cada uno. Ahora, solo quedamos los dos. No pretendo devolverte al albergue donde te encontramos. Eras solo una bolita marrón que se envolvía en nuestras manos y lamias nuestros dedos con tu lengua. Debo confesarte que ella te eligió porque yo deseaba al bull dog blanco y rechoncho que habíamos visto al entrar. Tu rostro la cautivó, me dijo luego. Y te llegué a querer más con el transcurso de los días, meses y años. Eres su recuerdo en mi presente y contigo me quedaré porque ella no se ha ido, vive en ti; y así, en este camino desolado y frío que nos toca recorrer, seguiremos. Anda, ve, recoge a Fe ahora. No la hagas esperar. 

domingo, 10 de abril de 2016

Holanda




Querido amor,

Quizás estarás prendiendo tu computadora para revisar los correos que has recibido, algunos del trabajo para coordinar las reuniones con los directores de proyectos mineros; otros de amistades que buscan, tal vez,  algún consejo porque siempre estas allí cuando te necesitan, intentando mejorar sus ánimos, aun si el tuyo no sea el mejor. Lo hacías conmigo cuando estresado quería renunciar al periódico y echar todo por la borda. Esas personas se habrán percatado de esa disposición tuya, en estos tiempos donde solo se escucha, pero sin prestar mucha atención en realidad. Tu buen ánimo fue lo que me acercó a ti, esa paz que iluminas permitió iniciar una conversación porque nunca tuve el valor de intentarlo; esa vez, al verte dentro del autobús y compartir asientos fue la excusa para entablar la conversación que nos unió. Confieso que me tomó quince días averiguar en la universidad tu ruta e inventar ese encuentro fortuito.

Lo curioso fue conocer tu nombre: Holanda. Siempre me preguntaba sobre la historia detrás de su elección y el por qué llamarte como el país de los tulipanes, de los quesos, de Van Gogh, de la eutanasia. Me contaste que tu padre, admirador de la Naranja Mecánica del 74, lo eligió porque guardaba en la memoria a ese equipo de Cruyff y compañía que practicaba el fútbol total, llegando a la final de la copa mundial contra Alemania Federal, donde Beckenbauer era el capitán. Nunca imaginé que el destino me pondría rumbo a este lugar de molinos y campos de ensueño a encontrar la cura a esta enfermedad que me deteriora el cuerpo día a día. Tengo cáncer.

Los diagnósticos fueron desalentadores: la enfermedad se ha expandido por todo el estómago comprometiendo la vesícula, riñones e hígado. Mi repentina pérdida de peso confirma que por dentro el deterioro es inminente. El cansancio no permitía que cierre las ediciones de fin de semana cuando llegaba a casa solo a dormir, no sin antes evacuar con sangre. No era estreñimiento: el daño avanza acabando con todo a su alrededor, y debía callar y llevar por dentro el dolor que ya no las tendría a mi lado. Esta decisión no ha sido a la ligera sino pensando en ustedes, mi familia, que dejo porque quiero que me recuerden como fui y no el cadáver que me estoy convirtiendo.

Recordaré los momentos que vivimos juntos, como cuando me enseñaste a bailar salsa. El tener dos pies izquierdos había hecho que lo pensara dos veces antes de ingresar a la pista de baile. Supuse que no haría el ridículo como la vez que terminé arrastrado en el piso por la mamá de un compañero de colegio cuando vio que era el único sin bailar y se ofreció a ser mi pareja. “No se preocupe, señora. Estoy bien así.” dije pensando librarme de ella, pero fue en vano porque agarró mi mano y al oponer resistencia, jaló con fuerza y mis pies no reaccionaron al mismo tiempo que mis piernas, enredándome y tropezando. Una vez en el suelo, limpie el lugar con mi camisa. La señora se detuvo a los diez pasos que para mi fueron diez cuadras. No olvido las risas de todos hasta ahora porque, estoy seguro, que fue en ese momento donde la palabra vergüenza empezó a acompañarme. Fue atroz. Y en ese instante, que me ofreciste tu mano para poder bailar, se me vino todo a la cabeza. No importó nada. Me armé de valor y empecé a moverme a tu ritmo.

Era curioso porque decías que el baile no era tu fuerte, pero allí estabas siendo la reina de la pista. Las personas alrededor miraban tus movimientos que me dejaban consternado mientras trataba, sin efecto, de no pisarte. Discúlpame, reina, pero solo fue por casualidad, y, lo confieso ahora, por tu pasado bailarín, en parte. En un futuro, la pequeña tendrá la mejor profesora de baile, de eso estoy seguro.

Holanda, no pienses que las he dejado a su suerte. Encontrarás en la cuenta de ahorros que tenemos juntos, lo necesario para la educación de nuestra hija y su sustento. Les dejo la parte de la herencia de mi abuelo y los dos departamentos en San Isidro para que los alquiles como acordamos tiempo atrás. Siempre fuiste buena en llevar la economía de nuestro hogar a flote, y es ahora, donde necesito más de tu apoyo. Lamento no estar allí en los próximos cumpleaños de nuestra pequeña, pero no deseo que las dos me vean en un féretro lúgubre a punto de ser enterrado, sino que sepan que estaré con ustedes siempre que me recuerden, a su lado.

Han sido muchas horas de vuelo y estoy a punto de aterrizar. Recuerdo que mi padre vino alguna vez a este país y le encantaron sus calles. Decía que parecían extraídas de libros de cuentos. Camino al hospital las recorreré pensando en ustedes, mis amores. Será el camino más largo que tome antes de este profundo sueño inducido por químicos al más allá. Siempre te busqué, Holanda, y te encontré. Gracias por este cuento de amor que me hiciste vivir día a día a tu lado, y por enseñarme que los pies izquierdos tienen solución en la pista de baile.

Tuyo por siempre,

Pedro